“Mis queridas señoras, no riñáis a vuestros maridos porque se levantan tarde; dejadlos dormir y durante las horas de su sueño matinal, trabajad en los mil detalles necesarios al buen gobierno de vuestro interior: corregid, reprended, enseñad, contad con vuestros criados; la mujer casada ha de ser dos: la que dicta órdenes y la que ejecuta. A esta última que jamás la vea el marido si es posible, a la otra, que la vea siempre revestida de dignidad y de un carácter dulce y conciliador.” [fragmento de un artículo de opinión en la publicación El álbum de la mujer, 1883]
Es cierto que la cita con la que inicia este texto se refiere a un grupo social específico que podemos definir como de mujer-burguesa-urbana-educada, pero si jugamos un poco y extrapolamos lo dicho, bien podemos referirnos a otros grupos de mujeres (o “féminas”, término muy usado en esas fechas que a mi, la verdad, me suena feo) en el México de fines del siglo XIX y principios del XX. Destinadas, limitadas a determinados roles de género, las mujeres debían de ocuparse de lo que su capacidad cerebral les permitía, o sea, hacerse cargo de la casa, de los hijos y de todo el que se arrimara al círculo familiar.
Lo de la capacidad cerebral no crean que me lo invento o que exagero. Es real. Lo decían sin ton ni son los señores intelectuales (y uno que otro científico) que editaban las revistas dedicadas a las mujeres para educarlas como debía de ser, según ellos, desde luego. Miren esto, por ejemplo, que un señor muy orondo y sabio escribió en El semanario de las mujeres:
“Nosotros no opinamos que la mujer tiene menos espíritu que el hombre; pero es fuerza creer que el suyo es diferente… puede provenir en parte de la pequeñez de su cabeza, de la estrechez de su frente, de lo largo de su sueño, de su debilidad natural y del trabajo que toma su compostura para aumentar sus atractivos, la coquetería y la continua cortesía. Puede también depender de las vicisitudes de su salud, del tiempo que consagran en alimentarnos, criarnos, instruirnos. Ella está persuadida de nuestra superioridad, inclinada a la pereza y arrogante en nuestros homenajes: es cierto que su inteligencia es inferior que la nuestra. ¡Nadie duda que ellas tengan menos memoria que nosotros!”
Y así por el estilo. Sin educación, analfabetas en su mayoría, condicionadas por la sociedad y la vida pública, las mujeres urbanas o rurales, de clase alta, media o baja, no podían ejercer sus derechos ni cabal ni libremente. La ignorancia es mala compañía. Aceptaban su papel sin chistar porque difícilmente se puede desear lo que no se conoce. Sin importar su condición, las opciones de vida estaban sujetas a la posibilidad de casarse o vivir bajo el cuidado de un hombre. Ni hablar de autonomía, de independencia económica o libre elección.
Sin embargo, como ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad, la realidad es que las mujeres siempre se han hecho cargo de sí mismas, y de los demás, como bien sabemos. O, en otros tiempos, como los aquí referidos, cuando no existía otra opción. La viudez, por ejemplo, el abandono de las parejas, el engaño o las violencias, las obligaron a salir a la calle y a luchar por sobrevivir. Cualquier semejanza con el presente no es mera coincidencia.
Durante el periodo que conocemos como el Porfiriato en México (1876-1911), cuando efectivamente se vivió una dictadura, los personajes a cargo de gobernar tuvieron al menos una buena idea: impulsar la educación. En el caso de las mujeres se les reconocía su capacidad precisamente como educadoras, como si fuera una cualidad innata. Entonces se fundaron instituciones especializadas, las Escuelas Normales, de las que saldrían las nuevas maestras a repartirse por el territorio nacional. ¡Mujeres estudiando para dedicarse a una vida profesional! Toda una novedad. Otra cosa es que se les pagaran los mismos salarios que a los hombres por desempeñar el mismo oficio, de eso ni hablamos porque no ocurrió hasta muchos años después.
Otra profesión “femenina” fue formarse como secretaria. Había que capacitar a las mujeres para que hicieran de manera profesional lo que ya sabían hacer de facto: servir a otros. Pero también, es cierto, para utilizar las herramientas de la vida moderna. A principios de siglo ya había líneas telefónicas y las máquinas de escribir se volvían más sofisticadas. Sabían leer, escribir, hacer operaciones matemáticas y otras tantas cosas más, útiles no solo en el trabajo sino en la vida diaria.
Hubo otras ramas de la vida económica en las que las mujeres empezaron a participar generando con ello más autonomía. Lo que más me interesa aquí es que muchas de esas mujeres que tuvieron acceso a la educación fueron las que más adelante, al iniciarse la Revolución mexicana e incluso poco antes, alzaron la voz para exigir el cumplimiento de sus derechos. El conocimiento siempre genera la angustia por saciar la ignorancia; la curiosidad nos arroba, nos obliga a cuestionarnos y echa andar el pensamiento crítico.
El inicio fue tímido, pero relevante. Surgieron aquí y allá mujeres periodistas, editoras de sus propias revistas dedicadas a informar a otras mujeres, activistas desde las letras y con su voz a quien quisiera escucharlas y a quien no, también. Exigieron equidad, igualdad, libertad.
Y también hubo muchas otras mujeres que comenzaron a alzar la voz desde sus saberes. Excluidas del privilegio de la educación formal, en los aires del tiempo flotaban las ideas que las motivaron a actuar para cambiar el estado de las cosas. Retar al sistema. Aprovechar el descontento social y que resonaran las demandas aletargadas después de tantos siglos de sometimiento. Pidieron justicia y libertad.
Otras más fueron autodidactas, aprendieron a leer y a escribir por sí mismas, mirando libros y descifrando los códigos de la escritura que les daría las alas para imaginar otros mundos, menos imperfectos que el suyo.
Estas mujeres fueron activistas antes, durante y después de la fase armada de la Revolución mexicana. Las vemos en los clubes antirreeleccionistas, exigiendo una vida democrática donde la mujer ejerciera su derecho a participar libremente (el voto de las mujeres tardaría varias décadas en llegar). Las vemos movilizando a la clase trabajadora, a las mujeres en las fábricas para exigir limite de horas de trabajo, mejores salarios, tiempos de descanso, etcétera. Las vemos, de igual forma, exigiendo educación. Así como las vemos reclamando el respeto a la propiedad comunal de la tierra, a las autoridades locales, a sus usos y costumbres. Y una vida digna. No era mucho pedir, ¿verdad?
A muchas de ellas las encerraron en prisión tratando de silenciarlas; las maltrataron, las torturaron, o incluso las mataron. Cuando salían de la cárcel, volvían a las andadas, una y otra vez se repetía la injusticia al tiempo que se fortalecía la voluntad de no dejar de luchar. Algunas de ellas aparecen en los libros de historia y se les ha reconocido públicamente, pero no las menciono aquí porque dejaríamos fuera a tantas otras que dieron su vida, metafóricamente o no, por sus ideales que a la larga serían los de las generaciones postreras y que se cumplirían con desesperante lentitud.
Y hubo otras cuyos nombres no quedaron registrados en ninguna parte, pero que fueron absolutamente indispensables en el movimiento revolucionario, triunfaran o no. Unas eran soldaderas, es decir, aquellas que acompañaban a los hombres a la guerra para ejercer las funciones de cocineras, enfermeras, cargadoras, mensajeras, entre otras actividades de mantenimiento de las tropas. Y las soldados, las que vestían uniforme y portaban armas para luchar hombro con hombro en las batallas. Algunas alcanzaron altos rangos militares como coronel o general, pero se los arrebataron por decreto.
En los años de la posrevolución, la situación de las mujeres cambió en algunos aspectos, pero no demasiado, la verdad. Los cambios profundos vendrían a cuentagotas porque también es cierto que otras comunidades de mujeres no querían cambios, como muchos hombres se negaron a reconocer lo que está a la vista.
Esta breve reflexión sobre las mujeres en la Revolución mexicana pretende convocar a participar del verdadero homenaje: conocer los procesos que nos han permitido alcanzar justicia, equidad y libertad en muchos aspectos de la vida, valorarlos y perfeccionarlos en el presente, para su disfrute y ejercicio cabal en la vida futura.
Termino de escribir justo a tiempo para tomarme mi café con calma: es que el tema me vuela la cabeza por muchas razones y todavía tengo muchas cosas que contarles y para eso, hay que leer mucho porque, como decía una escritora hace muchos años:
“La mujer contemporánea quiere abandonar para siempre el limbo de la ignorancia y con las alas levantadas desea llegar a las regiones de la luz y la verdad”. Publicado en la revista Violetas del Anáhuac (1887-1889).